Leí la noticia el viernes: Detienen a la familia de una mujer que murió de inanición.
Padecía depresión y vivía con otras cinco personas, todas familiares: el marido, un hijo de 14 años, una hija casada, el yerno y un nieto de siete meses.
Debía ser difícil tratar con ella, ¿quién lo duda? Pero, ¿hasta que punto hay que haber perdido la humanidad para dejarla morir sin atención alguna, no ya médica, sino ni siquiera aseo, ni alimentación? ¿Cómo se puede vivir al lado de alguien y dejar que se pudra, literalmente, sin hacer nada para evitarlo?
En el mundo en que vivimos es difícil atender a las personas dependientes y es necesario que sea la sociedad la que se haga cargo de una parte importante de la tarea. Pero más importante, o al menos tanto, es, sin duda, la parte que la familia debe ofrecerle: la afectiva. ¿Quién puede suplir el cariño de una madre, de un hijo, de una mujer o un marido? ¿Y cómo puede cualquiera de ellos abandonar al otro cuando enferma, cuando deja de tener capacidad para tomar decisiones acordes con sus necesidades?
En las excavaciones de Atapuerca se han encontrado evidencias de que aquellos primitivos cuidaban a los indefensos: el esqueleto de un lisiado de joven que murió viejo. Sin ayuda no hubiera llegado a adulto. Y en el siglo XXI sucede esto.
Enlazo la reflexión con otra que tangencialmente se relaciona con la noticia. O no tan tangencialmente. ¡Cuantas veces al conocer la situación terminal de quien padece una enfermedad dolorosa, invalidante, o, especialmente, incapacitante mentalmente, que solo deja una vida de sufrimiento sin finalidad, porque no hay alternativa, hemos pensado que no queremos vivir así! Al menos yo lo he pensado y lo he dicho. Y lo mantengo: no quiero sufrir una larga agonía si puedo evitarlo. La vida tiene sentido cuando se vive, no cuando se padece sin esperanza.
El hambre, poema de Miguel Hernandez, musicado por Serrat, que viene a cuento.