Explicaba Javier Marías el pasado domingo cómo los actuales gobernantes se están haciendo odiosos cultivando pequeñas y gratuitas crueldades que privan de momentos de placer a las personas pueden disfrutar de muy pocos.
Hoy he comprobado una vez más que no son los únicos.
Esta mañana he escuchado comentar una anécdota de la pasada feria de la localidad:
En una caseta, cuando el discjockey pidió que subieran un par de chicas para hacer de gogós, compañía para los mister cuerpazo que aportaba la empresa, subió, animada por alguien con toda seguridad, una mujer de cuarenta y tantos, madre de familia, de la que algunos acostumbran a reírse porque no es muy inteligente. ¡Como si ellos demostraran muchas más capacidades al hacerlo!
Había que escuchar los comentarios sobre cómo bailaba la gorda, cómo se pegaba al míster y como se habían reído con/de ella.
Me parece mentira que haya personas tan crueles que ni siquiera caigan en la cuenta del daño que hacen y de la calidad personal que demuestran.
Ha coincidido este hecho con haber conocido otro que todavía me llega más al alma: unos padres sacan a su hija adolescente, que está en silla de ruedas, por la noche, como si no quisieran que sus vecinos de urbanización (chalets pareados, en el campo, alejados del mundanal ruido) se enteraran de que existe o como si temieran no ser aceptados porque existe. Quien vive cerca me dice que no es la chica la que se manifiesta huidiza. ¡Ojalá se equivoque y sea sólo una mala racha de adolescente!
Llevaba mucho tiempo sin escribir, demasiado teniendo en cuenta que son muchas las situaciones de este verano que que han merecido una reflexión. Pero ninguna me había removido las tripas hasta el punto de hacerme escribir desde el móvil o buscar un ordenador con conexión.
No es que en los días de comienzo de curso tenga mucho tiempo, pero ahora sí escribo.
¿Verdad que no es que yo sea demasiado sensible porque he tenido dos hermanos con discapacidad, uno por parálisis cerebral y otra por síndrome de Down?