Mi amiga Carmen no bebe alcohol. Es abstemia. Físicamente mi amiga Carmen es muy poquita cosa: muy delgada, casi un alfeñique. En otros aspectos es muy grande, una de las mejores personas que he conocido a lo largo y ancho de mi vida. Pero esto último no es lo importante hoy. La primera parte sí que es muy relevante.
Habíamos salido del teatro donde Alfredo, su marido, había actuado, y me estaban llevando a casa antes de volver a la suya, como muchas otras veces, mientras comentábamos la función. A unos metros de mi destino estaba la guardia civil haciendo un control de alcoholemia. Eran alrededor de las doce y media de la noche y seguramente más de un conductor o conductora habría bebido.
Delante de nosotros dos vehículos, el primero haciendo la prueba y el segundo esperando. Mientras esperábamos suponíamos que, a juzgar por lo que tardaba en terminar, el primer conductor habría dado positivo, pero no, porque se fue sin firmar denuncia. Había debido costarle hacer funcionar el aparato.

Cuando nos llegó el turno y mi amiga Carmen tuvo que soplar no consiguió que funcionara a la primera (tan flojito para que aire durara que no lo puso en funcionamiento), ni a la segunda ( se le agotó el aire antes de que el aparato pitara el final), ni a la tercera, ni… No podía soplar con más intensidad y duración. Sugirió a los agentes que le hicieran la prueba en sangre y con actitud intimidante y chulesca le dijeron que el aparato estaba calibrado para que un niño de tres años lo hiciera funcionar, que sabían que iba a dar 0,0 pero estaba obligada a hacer la prueba así o le pondrían una denuncia por negarse. Después no sé cuantos intentos, ¿negarse?
Finalmente le permitieron, a petición de ella, salir del coche a ver si de pie lo conseguía y de paso hacer visible ante testigos, por si acaso, que no se estaba negando. Lo consiguió y volvió al coche con lágrimas en los ojos y la tensión generada por la humillación sufrida. Una noche que había sido fantástica convertida en un desastre.
La situación me recordó otras vividas en el pasado, cuando a la guardia civil no se le podía protestar, ni siquiera alegar nada. Cuando una multa por exceso de velocidad empujando una moto para que arrancara, o que te multaran por pisar la linea continua en una carretera, que cruzabas andando con la moto pinchada porque el taller estaba al otro lado, no eran más que anécdotas. (Por cierto, vividas en primera persona, como se dice ahora)
Me pregunto si algunos agentes se sienten justificados por los planteamientos extremistas de quienes piensan que sobramos en el país 23 millones de personas para repetir actitudes de un tiempo que la mayoría no querríamos que volviera pero podemos tener muy cerca si no nos espabilamos.