El pasado domingo, cuando fui a votar, fui testigo de una escena que debe ser habitual porque a nadie más le llamó la atención y no vi la más mínima intención ocultarla, más bien al contrario:
Un hombre joven (poco más de 30) se acercó a la mesa donde estaban las papeletas y con suficiencia cogió dos sobres y dos papeletas (del PP, por cierto). Metió cada una en su sobre y dio uno de ellos a la mujer que estaba detrás, su mujer, con toda probabilidad.
No volví a casa directamente. Anduve unos cuantos kilómetros mientras pensaba en el significado de un gesto que puede parecer tan nimio, en la dominación-sumisión que evidencia, en las razones por las que demasiados hombres siguen creyendo que son los reyes del mambo y demasiadas mujeres se lo siguen consintiendo, en las que mueren cuando dejan de estar dispuestas a consentirlo, en las madres que se sienten satisfechas cuando su hija tiene un novio que la controla, en las niñas que entienden que amar significa sufrir, en las madres que ocultan los malos tratos hacia ellas o hacia sus hijas, en…
Unas horas después, los resultados de las elecciones corroboraron que no había sido un buen día.